Un profundo dolor, como su tuvieras un adoquín en el pecho, sentimos quienes conocimos a Ezequiel Mendoza. Y lo siente sin dudas todo el ambiente del fútbol y los que alguna vez trataron con su hermosa familia.
Había cumplido 41 años el 27 de abril, taurino de los más tranquilos y buenos que debe haber en el mundo de ese signo. Y a esa edad, muy joven y muy rápido, se lo llevó un cáncer de mierda.
El Negro Mendoza falleció hoy en Junín. Y lo hizo con la misma fortaleza y dignidad con la que vivió, con la que fue ejemplo como padre, como amigo, como jugador y como entrenador. Porque Ezequiel fue un tipazo siempre.
Se tomó esta enfermedad como pocos tienen el valor de hacerlo. La asumió sin vueltas y siempre pidió que le dijeran todo. Tan grande es el Negro que fue él quién contuvo a su familia cuando se supo que su partida era inevitable, mientras ellos no dejaron de abrazarlo ni llenarlo de amor ni un solo minuto.
Con más huevos que la cantidad de goles que hizo, les habló y los preparó para vivir sin él. Y cuando la muerte ya lo tironeaba con insistencia, Eze decidió una transición cargada de paz y valentía: “Llévenme, intérnenme, no quiero esperarla en casa, no quiero que mi familia pase por esto en su hogar”.
Así fue que esta semana terminó internado en Junín y hoy pasó a la eternidad. Pero a la eternidad de verdad. Porque Ezequiel Mendoza fue un grande con todas las letras, de los que hay pocos, y nadie que lo conoció se olvidará de él.
Acompañamos el dolor de su familia, aunque seguramente nadie se lo sacará. Como nadie le va a quitar el orgullo de haber tenido al mejor jefe de familia que la vida les pudo dar.
Su última nota radial, entrevistado por Agustín Lobato