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Arrecifes es una ciudad chica, mi ciudad, la que eligieron mis padres para formar su familia. Es un lugar hermoso, que tiene los atardeceres más bellos que alguna vez vi. Las calles siguen teniendo ese encanto y a la tardecita salimos a sentarnos en el banco de la vereda; mi abuelo Yiyo lo sigue haciendo.
Le decimos masitas a las galletitas, cantamos el payaso Plin Plin de una forma diferente (hay pruebas) y nos conocemos todos.
Eso, lógico tiene su parte buena y su parte mala. Si ven a la Policía en tu cuadra la gente se preocupa y pregunta si pasó algo, te llama al fijo o intenta comunicarse de la manera que sea. Eso entra en la parte buena.
La parte mala es que siempre está la gente que juzga… Por como vestís, por el auto que tenés, por como criás tu hijo, el colegio que elegís y hasta la ropa que le ponés. Pero hay aún un tema que me duele más que cualquiera y es la discriminación que te hacen por quién elegís para ser feliz.
Y te llegan comentarios: “¿Viste que fulanita de tal (y dicen el apellido) anda con una mujer? Es lesbiana ¡Que horror!” O peor ese comentario: “Mirá, ¡ahí va el puto!”
Tuve la suerte de tener unos padres y una familia maravillosa, que me aceptaron, me eligieron y me ayudaron a ser quien soy, a no tener vergüenza, a no esconderme, a poder ir de la mano con quien se me cante y que no me importe que me miren. Fueron mis padres quienes me aceptaron y ahí me acepté yo. Y viví. Y acá estoy, casada y con dos hijas maravillosas. Sin ellos no hubiese podido.
Hace algunos años escuché a una señora decir: “Vos contagiaste a mi hija. Ella es gay culpa tuya”. Y sí, le tengo que dar la razón. Yo contagié a su hija, señora: le enseñe el valor de la amistad, le dije cuando se equivocaba, le contagié pasiones por grupos de música, por artistas. Le contagié el fanatismo por un club de fútbol, le contagié también la curiosidad por el periodismo. La escuché, le di consejos, la vi llorar, caer y levantarse. De todo eso y muchas cosas más contagié a su hija.
¿Y sabe qué, señora? Ella eligió compartir su vida con alguien que le gusta a ella y no a usted. Y ahí me doy cuenta de que algo de todo lo que compartimos sirvió. Es libre. Ama y la aman. Es fuerte. Es valiente.
Hoy, por esos caminos que la vida tiene preparados, no tengo ni diálogo con ella. Pero las dos vivimos libres y sanas. Sanas de tanto odio. Odio, esa palabra que en nuestro corazón no entra y en el suyo sale por todos lados.
Odio la palabra homofobia. No es una fobia. Usted no tiene miedo. Usted es una imbécil.
Pamela Visciarelli