El tiempo es imposible de detener. La vida pasa para todos y pareciera que cada vez más rápido. La dinámica de la realidad nos obliga a adaptarnos a los cambios, y a aceptarlos. A gran ritmo, lugares, recuerdos y personas que en algún momento han sido importantes, muchas veces se pìerden en el olvido. Pareciera que no queda otra alternativa. ¿O sí?
Smartphones, notebooks, fibra óptica, inteligencia artificial, satélites, cámaras controladas remotamente, videollamadas en directo con cualquier lugar del mundo; pagos sin dinero, solamente tocando una aplicación en tu celular… El mundo cambió y nos llevó puestos.
Pero también vivimos cuando todo eso no existía y parecía ciencia ficción. Fuimos felices con estufas a kerosene, masitas sueltas que comprábamos desde una lata, pagos con monedas o anotados en la libreta del almacenero. Charlas y mates con agua servida desde la pava de lata y alumbrados por un petromax cuando la luz se cortaba. Convivíamos con la mezcla entre el olor a naftalina o a azufre y el de condimentos de la comida que se cocinaba durante horas en una olla, mientras nos medían el empacho con una cinta o nos colocaban ventosas con fuego en la espalda para aliviar cualquier dolor. Usábamos el teléfono que era una caja de madera y teníamos que pedirle a la operadora que nos comunicara con un número de sólo cuatro dígitos, que todos nos sabíamos de memoria.
En esa época en que no había negocios de distintos rubros, casi todo lo que necesitábamos se encontraba en el almacén de ramos generales. Desde comida hasta ropa; desde un palo de amasar a un mazo de naipes (no eran cartas, eran naipes); o también íbamos allí a cargar nafta, que era una sola y salía de un solo surtidor; no había súper ni premium.
Esos grandes almacenes de pueblo, estructuras nobles de ladrillos de barro, donde también se reunían vecinos que todos se conocían, fueron abandonados por el progreso. Y hasta las familias que los llevaron adelante tuvieron que alejarse para trasladarse a urbes más pobladas, más modernas, con mayor actividad y oportunidades.
La Argentina, y muy en especial Arrecifes, son tierra de inmigrantes. Y quienes cruzamos la barrera de los 40 añoramos los orígenes de nuestros abuelos, y no estamos dispuestos a soltar esa identidad que nos conecta con el otro lado del océano. Lo mismo ocurre con nuevas generaciones que mantienen vivo el recuerdo de sus antepasados, de esos lugares, personas y olores que no se borran.
Así, la familia Izquierdo decidió remontarse hacia atrás en el tiempo y volver a darle vida al almacén de ramos generales de Don Indalecio Izquierdo, en la antigua casona que resiste sobre ruta 8, en una esquina de lo que se llamaba Estación Todd. Negocio que fue inaugurado hace 111 años por al abuelo de Indalecio. “Voy hasta lo de Chiquito”, era una frase repetida a diario entre los pocos habitantes del pueblito. A lo de Chiquito Izquierdo, claro, porque así se lo conocía a Indalecio.
Desde este sábado, los vecinos de la ahora pujante localidad de Todd podrán volver a ir a lo de Chiquito. Y también van a encontrar todo lo que necesitan en estos tiempos. Porque su nieto Santiago decidió reabrirlo. Trabajó mucho junto a su padre, Darío, familiares y amigos para restaurarlo y adecuarlo a la actualidad, pero manteniendo intacta la estructura, los recuerdos y, fundamentalmente, los sentimientos. Eso no se toca.
Este sábado 21 de septiembre, en el kilómetro 182 de ruta 8, entre Av. San Martín y calle Sarmiento (en Todd, claro) reabre Lo de Chiquito; en una vuelta a las raíces familiares y a la emoción. Vale la pena que lo visites.