Agustín Canapino no es un piloto común. Esto es sabido, pero no por sus logros, sus reiterados éxitos coronados el lunes 22 de diciembre con su segundo Olimpia de Oro. Aunque “coronados” en este caso no sería el término más adecuado, ya que significa que alguien llegó al techo, que más no se puede. Y este muchacho siempre puede más.
Tratar de definir a Agustín es complejo, fundamentalmente porque abre muchas ventanas. Su talento para manejar un auto de carrera es sólo una de ellas.
El Titán no es un piloto común desde antes de ser piloto. Ya de niño, mucho antes de subirse a un auto, él ya sentía que lo era, acompañando todo lo que podía pero no todo lo que quería al genio de su padre. Calladito y tímido, ese chico miraba todo lo que hacía el inolvidable Alberto; también sus pilotos, sus mecánicos. Y con el tiempo fue dándose cuenta que él podía integrarse a ese conjunto, sumar y hasta mejorarlo. Pero era un tema del que casi no se hablaba.
Alberto Canapino, tan enfocado, exigido y exigente en sus trabajos, no quería que Agustín corra. Pero no porque no creyera en su hijo sino porque no le sobraba ni un segundo para dedicarle. El preparador más importante que dio la Argentina después de Oreste Berta casi no dormía; se acostaba a la noche y pensaba, ideaba, creaba y descubría. Y en muchas ocasiones a las 4 de la mañana ya estaba levantado para llevar eso a la práctica.
Alberto Canapino siempre veía más allá y se adelantaba a lo que la mayoría de sus competidores luego imitaba. Lo único que no vio más allá en ese momento fue lo que podía dar Agustín.
Mientras, el nene “se desquitaba” con los simuladores. Y también se exigía como su padre, buscando cada vez mayores dificultades y superándolas. Hasta que un día quiso medirse con la realidad en pista y Marcos Di Palma lo llevó a probar un auto de la Copa Mégane en el autódromo de San Jorge.
Marquitos siempre recuerda: “Era la época en que yo andaba muy bien, ganando carreras de TC. Agustín se subió por primera vez a un auto y lo que hizo fue una locura. Al ver sus tiempos, yo no lo podía creer y quise subirme yo al mismo auto. Me tuve que exigir a fondo para mejorar sus tiempos. Ahí lo llamé a Alberto y le dije: ‘Escuchame, éste es bueno de verdad. Si no lo dejás correr, estás loco'”
El resto de lo de Agustín es harto conocido. Pero no es un piloto común: es una máquina en un cuerpo humano, dominado por una mente superior, diferente. Como su papá. A partir de eso cada uno en lo suyo marcaron diferencias.
El concepto que deja el más campeón del automovilismo argentino en este video, es clarísimo. Después de sorprender a todos saltando de un Turismo Carretera a una de las dos categorías más importantes del mundo, sin haber manejado jamás un fórmula y destacándose, por ejemplo, en las 500 Millas de Indianápolis, donde no podés ni pestañear, tuvo que volverse en pleno crecimiento, cuando todavía no había dado lo mejor.
Ese golpe fue grande para él, no sólo en lo deportivo sino en lo humano. Agustín había tenido que cambiar de vida de un día para el otro, exigido a emigrar “ya” a Estados Unidos. Aprendió inglés con la misma rapidez en que se adapta a manejar cualquier auto. Entrenó como un atleta de altísimo rendimiento y hasta cambió su cuerpo. Su mujer, Josefina Di Palma pasó de ser su compañera y ser también su sostén, el que Alberto ya no estaba para cumplir. Pero iniciada su segunda temporada en IndyCar le dijeron que se tenía que volver, cuando estaba armando su casa en USA y hasta comprado los muebles para instalarse definitivamente allá; donde Josefina también trabajaba para desarrollarse en lo suyo.
¿Cómo reinventarse después de eso? ¿Volver a correr en la Argentina? Y sin subestimar a nadie, de estar midiéndose con los mejores del mundo, pasar a arriesgarse a perder con algún novato en autos que andan 100 km/h más despacio.
Ahí volvió a aparecer el Agustín distinto: la máquina de carne y hueso. Cuando se pone algo en mente y se enfoca, te destroza. Decidió aplicar todo lo aprendido en Estados Unidos en su regreso a la Argentina, no sólo manejando. Fue también ingeniero, diseñador, organizador de grupos, estratega… Hizo andar a sus autos tan rápidos como él. Y el resultado fue el esperado: tres títulos (todos los que disputó) en su primera temporada completa a su vuelta.
Quienes dicen que Canapino corre con ventaja, para bajarle el precio o buscar excusas al no poder ganarle, tienen razón: Agustín corre con la ventaja de ser él. Cumplió con su propio desafío de transformar su tristeza y frustración por no poder demostrar en IndyCar lo que él sabía que podía, en la felicidad de reinventarse en su mejor versión en el automovilismo argentino y ganarlo todo.
Por todo esto, merece disfrutarlo y seguir de festejo todo el tiempo que se le cante. Ser Agustín Canapino es muy lindo, pero no es para nada fácil.












