Cuando en mi pueblo suena la sirena de los bomberos, mi vieja me llama sin parar. Tiene en la memoria bien grabado el sonido que nos despertó más de una vez, con la noticia de algún vecino muerto. Muerto, de una vez y para siempre, por romperse la cabeza en el asfalto con su moto.
Leo que algunos de mis co-terraneos están manifestándose contra el uso del casco obligatorio y me pregunto, ¿no nos alcanza tanta historia de muerte en la memoria colectiva para prometernos hacer algo para cambiar el rumbo?. Y en este caso, no me importa lo que diga la ley (que es clara respecto de la obligatoriedad del casco y punto final); sino que apelo a la ser conscientes y sabernos lo suficientemente golpeados por muertes de jóvenes en moto, como para ser tan boludos de pedir que el casco sea optativo.
“Es mi cabeza y nadie me va a obligar a ponerme algo que no quiero”, leo. Y me quedo pensando que sí, que a esa cabeza hay que obligarla porque está ocupada en sostener pelo y no ideas. Que no queda otra, que si no puede cuidarse solo, es responsabilidad del Estado protegerlo. ¿Saben por qué? Porque no se trata sólo del motociclista que elige alegremente moverse sin casco para tirar rostro, se trata de todos; del auto que se come el garrón, del peatón, del pibito de la bici, de todos.
Una noche la sirena sonó más fuerte que de costumbre. Mi mamá, se asomó para verme y comprobar que yo dormía. Las dos, dijimos “accidente”. Acostumbradas a que siempre es de noche y los pisteros aceleran un poquito más, porque así somos en la cuna de campeones, unos capos. Y si, era en la esquina de mi casa y un pibazo se había chocado una columna de luz. ¿Evitable? No sé, a mi ya me garpa la duda de saber si hubiera seguido viviendo si tenía casco y, para mí, eso es suficiente para no dudar la obligatoriedad del uso.
Que nos parezcan unos boludos los que no lo usan para tirar facha y que sean unos campeones los que eligen cuidar su cabeza, su historia y su vida. Como Iorio, que es tan capo que se canta un tema de Roxette y no se siente menos rudo. Eso quiero.
María Bulla