En lo alto de un edificio en ruinas una mañana apareció la pintada ‘Te amo, Laura’ junto a un corazón burdamente grafiteado. A las amigas de ella les pareció un gesto muy romántico y hasta la envidiaron. Pasaron meses hasta que se enteraron de que aquella fue la manera que tuvo él de pedirle perdón por el primer cachetazo. A Laura también le gustó el mensaje y no solo le perdonó, sino que se enamoró más todavía: “Pensaba que se había arriesgado mucho para escribir eso allí arriba y que debía de quererme de verdad”. Tardó todavía muchas palizas en darse cuenta de que aquello no era amar y de que allí la única que se jugaba la vida era ella.
Entonces Laura tenía 15 años y él era su primer amor. Es una de las chicas de las que hablan las estadísticas, que alertan del aumento de los casos de violencia machista entre adolescentes. Una de cada cuatro menores asegura haber padecido violencia psicológica por parte de su pareja o expareja en los últimos 12 meses.
Desde 2009 se ha multiplicado por 10 el número de llamadas de menores por violencia de género. Y estos casos son solo la parte visible de un problema que queda en su mayor parte silenciado por miedo, por falta de información sobre qué hacer y a quién acudir y, sobre todo, porque la mayoría no reconoce como violencia algunos comportamientos que se han normalizado entre los jóvenes.
“Las parejas en general discuten y tienen desencuentros, y suponen que la violencia es inevitable en las relaciones. Y esto llega a suceder hasta tal punto que identifican una conducta de acoso o una agresión como amor, preocupación o interés por la persona agredida, en lugar de considerarlo una muestra de desamor e intento de dominio y manipulación”, sostienen los especialistas.
Los adolescentes tienen claro que el cariño, la confianza y el respeto son básicos en las parejas saludables, y que la violencia, los insultos, las mentiras, la manipulación y el machismo resultan comportamientos propios de una relación tóxica. Conocen la teoría, pero en sus certezas empiezan a aparecer grietas cuando se plantea, por ejemplo, el asunto de los celos (“Ser un poco celoso no está mal”, dice una alumna) y del control (“Si a él le molesta cómo viste su novia, el problema lo tiene él. Su cuerpo es suyo y puede ponerse lo que quiera”, opina otro alumno, pero una compañera le rebate: “Si a él le cae mal que te vistas así y a vos te importa él, tampoco pasa nada porque te cambies”). Y por esas rendijas de transigencia es por donde empiezan a colarse el sometimiento y el dominio.
El 33% de los menores considera aceptable o inevitable que un chico controle los horarios de su pareja, que le impida ver a ciertas personas o le diga qué puede hacer o cuándo quedarse en casa. La violencia de género es una estrategia de dominio y control que persigue el sometimiento a través de maniobras que al principio tienden a camuflarse en nombre del amor, por eso tienen tanta dificultad para ser conscientes de lo que está pasando y ponerle nombre. Paso a paso, comienzan a subir una escalera en la que cada peldaño apuntala más el poder de él sobre ella y dificulta su escapatoria. Lo primero es el control (facilitado por los teléfonos y las redes sociales, instrumentos de fiscalización continua), luego el aislamiento de los amigos y los ‘hobbies’, el chantaje y la culpa, las agresiones sexuales bajo falso consentimiento o por la fuerza, las humillaciones e insultos, las amenazas y la violencia física. Cuando esta se produce ya hay un camino trazado, un vínculo emotivo muy arraigado.
Todo comienza por un ideal, el romanticismo que engloba un sinfín de mitos para justificar lo injustificable: la media naranja, el amor que puede con cualquier cosa, la renuncia y la entrega, los polos opuestos se atraen… El novio de Laura no era agresivo cuando comenzaron la relación. Tampoco el de Ana, otra chica de su grupo, que al principio le enviaba poesías casi a diario. Al tercer mes la agarró de los pelos y le hizo lamer del suelo una bebida derramada. Tiene 16 años y ya sabe lo que es vivir aterrorizada. Ha sido vejada, golpeada, amenazada con un arma, violada, encerrada y chantajeada. Todo en nombre del amor.
“Ay Babi, Babi, Babi”, le dice a su novia Hache, el personaje que interpreta Mario Casas en Tres metros sobre el cielo, “soy un cerdo, un animal, un bestia, un violento, pero te dejarías besar por mí”. Millones de adolescentes suspiran arrobadas por una historia, la preferida entre este público, que repite estereotipos argumentales y roles sexistas que perpetúan el mito del chico malo-niña buena y un modelo de noviazgo que muchas querrían vivir, a pesar de que la igualdad y el respeto brillan por su ausencia. En los últimos años asistimos a una oleada de películas y series que promueven ese ideal de pasión-sufrimiento, de celos como muestra de amor, y de este como mecanismo para cambiar a la otra persona.
Y lo mismo ocurre con las letras de tantas canciones (esas que dicen “sin ti no soy nada” o “prefiero morir a tu lado a vivir sin ti”). Parece que solo existe una única forma de amor: idealizada, total y eterna. Los cuentos clásicos no narran qué sucede durante la convivencia, después de comer perdices. Las series no muestran cómo abordar y gestionar los conflictos de forma no violenta. ¿De dónde van a aprender entonces las nuevas generaciones a relacionarse de forma libre en pareja? Es necesario revisar los mandatos de género, despojarnos de estereotipos. Esos que dicen que las chicas deben ser educadas en el afecto, la dependencia y el cuidado, y ellos en la fuerza, el poder y la valentía. La desigualdad se aprende (y se desaprende, esa es la clave de la solución) y su expresión más extrema es la violencia contra las mujeres.
Cuentan en un pueblo cercano que Victoria era buena niña y que su novio, “muy violento, la tenía sometida”. Llevaban juntos cuatro años. Una vez ella tuvo que ser llevada al hospital por una paliza y se impuso contra él una orden de restricción, pero seguían viéndose a escondidas. En marzo la estranguló. Ella tenía 19 años.
Señales de alerta para padres
- No sale con sus amigos habituales.
- Se aísla cada vez más, no tiene ganas de salir o de hacer cosas que antes le gustaban.
- Recibe llamadas o mensajes telefónicos que condicionan su estado anímico.
- Cambios de humor constantes (más agudos que los propios de la adolescencia).
- Cambios en su manera de vestir.
- Manifiesta temor o miedo físico con respecto a él.
- Su pareja reclama atención continua, exclusividad y dedicación a tiempo completo.
- Él suele tener una gran capacidad de persuasión y manipulación.
- Acepta comentarios degradantes y humillantes.
- Se siente torpe, insegura y demuestra dependencia del chico con el que sale.
- Él es celoso, controlador y posesivo, intransigente.
Los primeros síntomas
- Ha intentado aislarte de tus amigos. No le gustan y te habla mal de ellos.
- No quiere que vayas a ninguna parte sin él.
- Se pone agresivo y te hace escenas. Te avergüenza en público.
- Te ha grabado sin que vos lo supieras.
- Intenta saber quién te llama y revisa tu celular y tus contactos en las redes sociales.
- Controla tu manera de vestir, de maquillarte, de moverte, de comportarte.
- Se burla de vos, te ridiculiza, te hace sentir que no valés nada. Encuentra defectos en casi todo lo que hacés.
- No confía en vos, te acusa de coquetear con otros. Desconfía de lo que dices y busca comprobarlo.
- Alguna vez se enoja tanto y se pone tan nervioso con vos, que sentís miedo. Dice que lo provocás para que salte.
- Te ha pegado o empujado alguna vez.
- Te has sentido obligada a conductas de tipo sexual en las que no querías participar. Pone en duda tus sentimientos por él si no accedés a sus deseos.
- Amenaza con dejarte si no hacés lo que quiere.
- Te provoca sentimientos de lástima o amenaza con suicidarse si lo dejás.
- Promete cambios que no cumple.
- Ha difundido mensajes, insultos o imágenes tuyas por internet o celular sin tu permiso.